miércoles, 6 de mayo de 2020

Canto a Manizales



Blanca Isaza de Jaramillo Meza

Qué bien que te fundaron los abuelos,
esos hidalgos de ascendencia vasca
que de acero y de lino .parecía
que tuvieran el alma,
humilde y fraternal como la espiga
y dura como el hierro de la lanza.

Qué bien que te fundaron los abuelos
de frente al porvenir, abierta y clara.

Desde la Antioquia maternal vinieron
a la conquista de la selva brava;
nobles aventureros que traían
en la homérica hazaña,
la fe en el corazón y el brazo fuerte
tendido al sol, que sólo manejaron
como invencibles armas
a lo largo del bosque de la vida
el rosario y el hacha.

Qué bien que te fundaron en la cumbre
ciudad iluminada.

No sé si te dejaron extendida
del Ande en la soberbia escalinata
como un manto andaluz, o si galantes
te prendieron igual que una medalla
al traje esmeraldino
del viejo abuelo de peluca blanca.

Pero se ven más claros los luceros
desde tu altura, mi ciudad amada.

Los creyentes hidalgos campesinos
te fundaron tan alta
para que se pudiera contemplar
de todos los confines de la patria;
encima de tus cúpulas altivas
sólo el vuelo del ala platinada
que vence las tormentas
o el vuelo de las águilas.

Qué resplandor de nácar damasquina
tu concha de montañas.

Si en titánico empeño has dominado
esta geografía dislocada
de abismos y vertientes,
de riscos y hondonadas,
es porque en ti afianzaron los abuelos
el indomable orgullo de la raza.

Joven ciudad ilustre
sobre el pavés de la ambición alzada.

Eres cordial y buena como el trigo;
limpia de pequeñez como la espada
con que Rodrigo de Vivar un día
cruzó por la leyenda castellana;
henchida de promesas como el oro
que es rubia sangre de tu oscura entraña,
docta como Minerva,
ligera y juvenil como Atalanta.

Ah, mi ciudad, que al hierro y al cemento
mezclas la rosa y la canción y el ala.

No sé si es más hermosa
tu estructura severa
al resplandor de la celeste fragua
en que el ocaso quema
el añil y la púrpura y el gualda,
o cuando tus jardines son alfombras
tejidos de claveles
para el pie de jazmín de la mañana
que cubre con sus chales sevillanos
los hombros de las cumbres niqueladas.

Ciudad de los paisajes que se quedan
hechos luz de recuerdos en el alma.

Cómo olvidar un día,
cuando con sus banderas desplegadas
llegaron las legiones del estrago
bajo la noche aciaga.

Y al avance anarquista
del fuego, en tu dolor purificada,
eras vívida antorcha de martirio
entre la sombra trágica.

Fuiste entre el esplendor de tus aleares
un nuevo alcor de llamas.

En cárdeno oleaje eras un débil
barco que naufragaba,
un cinturón candente de rubíes
ceñido al talle azul de la montaña;
desde tus torres góticas
vasto clamor alzaban
en medio a la locura del incendio,
-bronce y oro y angustia- tus campanas.

Qué resplandor siniestro el que tenía
en tus columnas mútilas el alba.

Ante el flagelo de la dinamita
toda indefensa de pavor temblabas;
contra el cielo de cobre parecías
como un bosque de encinas escarlata,
una fúlgida selva sacudida
bajo implacable racha,
por los salvajes potros del espanto
en un galope bárbaro cruzada.

No en vano te fundaron en la altura
de frente al porvenir y a la esperanza.

Fiel a los postulados de heroísmo
de las gloriosas épocas pasadas,
la tradición ilustre del derecho
has mantenido intacta.

Ah, mi ciudad, que has sido
soñadora y gallarda,
lista a prender la rosa del romance
sobre la empuñadura de la espada.

Qué bien que presintieron los abuelos
el noble escudo de tu puerta franca.

Moderna, deportista y jubilosa,
en piedra, en sueño y en virtud labrada,
para la sien de los atletas cortas
en tus jardines las esquivas palmas.

A la cálida arena del estadio,
cual un trofeo tu entusiasmo lanzas;
como a la antigua Atenas, te saludan
los héroes de la olímpica jornada.

Por algo te fundaron los abuelos
en donde el viento de las cumbres canta.

Tienen nórdico encanto tus paisajes
cuando la niebla pasa
posando en el frescor de tus colinas
su ligera sandalia;
y en el júbilo ardiente del verano
eres floral y pintoresca y grata
y luces capelinas de geranios
y mantones de sedas estampadas.

Ah, mi ciudad, que viste
blanco y azul como las colegialas.

Compartes el dolor de los vencidos;
a los que en las inhóspitas barriadas
en el silencio apuran su miseria
como un áspero jugo de retamas,
en discreto ademán tiendes la mano
que la piedad exalta,
y floreces de lirios los zarzales
tal como en la parábola cristiana.

Qué bien que te acendraste en la dulzura
eterna del Sermón de la montaña.

Es tuyo el porvenir: el Arte escuda
tu historia de martirio jalonada
y acompasa la música del verso
al acerado ritmo de tus fábricas.

Tuyo es el triunfo y tuyos los caminos
nuevos y luminosos del mañana,
crisol en que se funden los metales
insignes de la raza.

En el rizado mar de las colinas,
nave en reposo te quedaste anclada.

Se llevaron tu imagen los abuelos
lo mismo en las pupilas que en el alma.

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